¿Qué se puede decir de un amigo que se ha ido para siempre? ¿Cómo se puede resumir una vida compartida, llena de expectativas, de promesas, de logros, de aventura? ¿Cómo explicar la personalidad arrolladora de quien ha supuesto tanto para la vida de tantas personas?
Txetxi fue el compañero más templado que conocimos, el que nunca perdía la compostura, el que era capaz de enfrentarse a las situaciones más delicadas sin torcer el gesto. Y se ha ido demostrando que, además, era el más valiente. Se ha ido sabiendo lo que sucedía, lo que le iba destruyendo: el desarrollo de una cruel enfermedad y sus consecuencias. Él, que se bebía la vida a grandes sorbos, que fue capaz de exprimirla hasta las heces, se ha enfrentado a la muerte mirándola de frente, sin temor, repartiendo alegría y un sentido del humor inagotable hasta el último minuto. Somos testigos quienes hemos compartido ese instante, recibiendo su chispa socarrona, incluso el alivio de su consuelo.
Toda la ciudad, medio país, sabe quién ha sido el Dr Achalandabaso, una figura irrepetible en el ámbito de la profesión y más concretamente en el de la Asociación Española de Artroscopia, que llegó a presidir. Su actividad no fue solo burocrática; fue, sobre todo, docente, con docencia de la de verdad, práctica, sin enredos, sin adornos estériles, la que enseñaba los trucos, los vericuetos de la especialidad. Lo mostró todo con generosidad y enseñó a todos los que le rodeamos que el juramento hipocrático no debe ser una práctica protocolaria. Es la base misma del comportamiento del médico: curar y compartir conocimientos para que otros puedan hacerlo.
Él aprendió antes que nadie técnicas que después mostró a los demás. Se fue a París y trajo bajo el brazo un artroscopio. Se fue a Richmond porque un tal Caspari hacía maravillas en el hombro. De nuevo vino cargado de material y de conocimientos que regaló a quien tuviera interés, generosamente, sin pensar que los que recibíamos éramos posibles competidores. Siempre creyó, y acertó, que compartir nunca podía perjudicar; es lo que le hizo más grande.
Fuimos unos pocos, jóvenes y chalados cirujanos ortopédicos, los que nos volcamos bajo su liderazgo en las técnicas miniinvasivas, soportando la resistencia y los comentarios de nuestros mayores que menospreciaban procedimientos realizados a través de una cerradura cuando se podía abrir la puerta. El tiempo puso las cosas en su sitio y la razón de los hechos se impuso a la sinrazón de una tradición trasnochada. En un viaje memorable a San Diego, California, asistimos a la reunión americana que oponía esas dos formas tan diferentes de abordar la solución de los problemas dentro de las articulaciones, especialmente en el hombro. Muchos años después, en Annecy, Francia, coincidimos en otra reunión con el mejor cirujano americano de todos los tiempos, líder de opinión que en San Diego defendía la cirugía abierta. Estaba allí porque su esposa había sido intervenida por el artroscopista francés que organizaba el evento. Así acabaron todas las discusiones.
En cada viaje, la aventura, el tiempo sosegado de espera en los aeropuertos para charlar, para compartir lo que no nos dejaba la exigente práctica diaria. Horas y horas de conversaciones sobre la técnica, sobre la medicina, nuestros pacientes, nuestros casos; pero, sobre todo, mucho tiempo para la aventura, para ver y aprender, para vivir, para reír, para levantarnos de madrugada por culpa del jet lag, y seguir hablando, trotando junto al Girardelli Centre de San Francisco, con viaje de ida y vuelta hasta el Golden Gate, recorriendo las calles de San Diego, de Frankfurt, de Barcelona, de Nueva Orleans. Ilusión, sueños, esperanzas. Creo que los ha cumplido con creces.
Pero lo mejor estaba en nuestra práctica diaria, en compartirlo todo sin medir lo que daba cada uno, en las sesiones quirúrgicas en las que actuábamos con una sincronía eficaz, relajados los dos en la confianza que nos daba la presencia del otro. Formábamos un equipo envidiable. Y por encima de todo, nuestra amistad; tan por encima que impidió que llegáramos a asociarnos por miedo a que la asociación pudiera romper la amistad. Al final encontramos la fórmula: compartimos nuestro trabajo en un consultorio común manteniendo la independencia de nuestras consultas. Parábamos una o dos veces durante las sesiones de trabajo en torno a un café y siempre estábamos uno a disposición del otro para lo que hiciera falta, para consultarnos, para afianzar una opinión o para acudir en auxilio del que lo necesitara.
Txetxi ha multiplicado su denario, no ha desperdiciado su capital inicial. Queda en sus logros, en la huella inolvidable de su paso por la Medicina, en la atención a sus pacientes, en las enseñanzas del profesor a muchos alumnos que, a su vez, han sido profesores, transmitiendo sus conocimientos, pero, sobre todo, su sentimiento filosófico de la vida y de la profesión.
Una personalidad tan arrolladora, en ocasiones transgresora, no despertará seguramente reacciones unánimes. Como todos los grandes, podrá sufrir críticas, pero lo que nadie discutirá es que su paso por la vida no ha dejado indiferente a nadie. Pisó fuerte y sin complejos, sin ocultar nada porque nada pudo avergonzarle.
Pesará sobre los que le quisimos, sus compañeros y amigos, y más aún sobre su familia más cercana, María y Samu, Jean Baptiste, José Ignacio y Nubia. Tenía la capacidad de tasar en el máximo valor las cosas propias, sobre todo los afectos. Su familia, su pareja, fueron siempre los mejores por encima de todo y de todos, la mayor fuente de felicidad, sin desperdiciar un gramo de cariño, ningún aspecto de la relación con los suyos. Y lo mostraba, lo aireaba a los cuatro vientos.
Nos deja huérfanos de amigo, padre, esposo… pero nos deja su legado, el recuerdo imborrable de un hombre valiente que se hizo querer.
Querido Txetxi, doctor José Achalandabaso Alfonso, ha sido un honor compartir media vida contigo, la profesión, las alegrías y las esperanzas. Ha sido un honor conocerte.
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